Con los ojos achinados y el pelo aún mojado por la ducha matinal, que a pesar del intento no logra animarme tanto como yo quisiera, subo a mi auto todos los días hábiles de la semana con destino a la oficina. Sigo de memoria el mismo camino por las tranquilas calles del barrio hasta la enorme autopista que circunda la ciudad de Buenos Aires. Allí arriba me espera el caos, una interminable y desorganizada fila de autos casi inmóviles conducidos por sujetos con rostros muy parecidos al mío, todos ellos en silencio, intentando despertarse mientras el camino avanza perezosamente.
No hay contacto, ni siquiera miradas, salvo aquellas que controlan que ningún distraído realice una torpe maniobra en perjuicio del chasis que nos protege. Tampoco hay diálogo alguno, salvo el que surge de la radio que oficia de única compañía, desde la cual un reconocido locutor informa que la vía de acceso se encuentra intransitable. ¡Como si yo no lo supiera!
Pero hoy, al finalizar las noticias repetidas, el presentador anunció el inicio de una hermosa canción que me llevó a aumentar el volumen del sonido interior del habitáculo. Simultáneamente, varios conductores a mi alrededor comenzaron a mover sus manos, cabezas o labios, al ritmo de la misma melodía que salía de los parlantes de mi vehículo y de los suyos, transformando nuestros fatigosos rostros en máscaras alegres. Me alegró notar que no soy el único cautivo de ese caos urbano, que existen compañeros en la demorada marcha, oyentes de la misma frecuencia radial y fanáticos de la música de la década del ochenta.
No hay contacto, ni siquiera miradas, salvo aquellas que controlan que ningún distraído realice una torpe maniobra en perjuicio del chasis que nos protege. Tampoco hay diálogo alguno, salvo el que surge de la radio que oficia de única compañía, desde la cual un reconocido locutor informa que la vía de acceso se encuentra intransitable. ¡Como si yo no lo supiera!
Pero hoy, al finalizar las noticias repetidas, el presentador anunció el inicio de una hermosa canción que me llevó a aumentar el volumen del sonido interior del habitáculo. Simultáneamente, varios conductores a mi alrededor comenzaron a mover sus manos, cabezas o labios, al ritmo de la misma melodía que salía de los parlantes de mi vehículo y de los suyos, transformando nuestros fatigosos rostros en máscaras alegres. Me alegró notar que no soy el único cautivo de ese caos urbano, que existen compañeros en la demorada marcha, oyentes de la misma frecuencia radial y fanáticos de la música de la década del ochenta.
2 comentarios:
Vaya! amena descripción de una rutina mañanera; yo suelo coger el tren precisamente para evitar el enorme caos que suele habitar en las autopistas a esas horas de la mañana,( y porque los camiones me dan pánico) pero me ha resultado sumamente gracioso imaginar a varios conductores semidormidos danzando todos en solitario a son del mismo ritmo de los ochenta.
un abrazo.
Mara-mara, gracias por leer y comentar estos relatos abandonados en el fondo del living. Me alegra que te haya gustado! Un beso
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