Todo comenzó un domingo a las nueve de la mañana, con la inesperada muerte de mi vecino, después de una enérgica discusión por el alto volumen de la música. Una señora chismosa presenció cómo él se desplomaba frente a mí sin oponer resistencia. Aunque traté de explicarle que había sido un accidente, ella comenzó a gritarme todo tipo de improperios, tan excesivos como imperdonables. No me dejó, entonces, más remedio que matarla, ya que una testigo confundida sólo hubiera empeorado el asunto.
Apesadumbrado, fui corriendo a ver al cura párroco, creyendo que la confesión me ayudaría a aliviar el peso de mi conciencia. El sacerdote me escuchó en silencio, pero luego tuvo la desafortunada idea de decirme que yo estaba enfermo, que debía visitar a un psiquiatra, que esos pecados eran muy graves. Me pareció exagerada su reacción frente a una simple cadena de accidentes. Por las dudas, decidí asfixiarlo dentro del confesionario. No fuera a ser que su manía por cumplir el octavo mandamiento me terminara ocasionando algún problema.
Es por eso que vine a consultarlo, doctor. Quizás usted pueda recetarme algún calmante o indicarme un tratamiento. Pero luego entenderá que deberé matarlo. No confío en el secreto profesional. Y ya sabe que prefiero no tener testigos.