Desde el balcón, el geranio envidiaba a la azalea que se exhibía sobre la mesa del comedor. Ella tenía contacto directo con su propietaria, no sufría las inclemencias del clima, y recibía elogios diarios hacia sus flores. A él, en cambio, sólo lo regaban de vez en cuando, y ni siquiera lo entraban durante los días de lluvia. Total, siempre resistía.
La azalea, por el contrario, tenía el deseo de estar a la intemperie. Allí podría tener una maceta de mayor tamaño, y bailar con el viento cada vez que le dieran ganas. También podría disfrutar de los sonidos urbanos, en lugar de tener que soportar el silencio deprimente que la rodeaba por las noches.
Aunque se miraban con recelo a través del ventanal, disfrutaron de su muda compañía hasta el día del atroz temporal, que taló de un latigazo frío todas las plantas del exterior.
Sin explicaciones biológicas posibles, la azalea fue encontrada al día siguiente sin sus flores y con las hojas secas, desfallecida sobre la mesa del comedor.