Me despertó el sonido de un timbre en la madrugada. Un hombre vestido de negro llamaba a la puerta de entrada. A pesar del temor que me infundía, accedí a hacerlo pasar cuando me rogó, con una tonada extraña pero desesperada, que por favor le diera asilo en mi casa. Le expliqué que mi vivienda era pequeña, que no tenía habitación de huéspedes, y que momentáneamente podía acomodarse en el cuarto de baño que daba al patio trasero. Así lo hizo. Entró dando un portazo y nunca más la volví a ver. Apenas responde con un gruñido cuando golpeo a su puerta para avisarle que llegó la correspondencia. Semanalmente, recibe cajas selladas de color marrón, que hace ingresar por un agujero que él mismo hizo en la pared, a la medida justa de su necesidad.
Como en mi casa hay otro cuarto de aseo, intento olvidar que él todavía vive ahí. Pero es imposible. Cada vez que salgo al patio, tiemblo al ver esos enormes misiles que apuntan al cielo, asomados por la ventana del baño de atrás.