Nuestra vida depende de la aleatoriedad propia del resultado de una corta y multitudinaria carrera, en la que, invariablemente, no resulta ganador el competidor más virtuoso, sino aquél que logra alcanzar, en menor tiempo, la meta del óvulo.
viernes, 29 de mayo de 2009
miércoles, 27 de mayo de 2009
El astronauta
Cuando era niño, soñaba con ser astronauta y enviaba mensajes al espacio exterior, atados en la cola de un cometa de papel, que dejaba volar libremente, al antojo del viento. “¿Hay alguien ahí? Quisiera conocer tu mundo”, escribí en una de mis notas.
Treinta años después, un ignoto ser extraterrestre logró descifrar el mensaje y decidió concederme el deseo, provocando un chispazo, que me hizo desfallecer. Al volver en mí, me descubrí sentado junto a la ventanilla de una extraña nave luminosa, observando como la Tierra se alejaba, para siempre, hasta desaparecer en el infinito.
Treinta años después, un ignoto ser extraterrestre logró descifrar el mensaje y decidió concederme el deseo, provocando un chispazo, que me hizo desfallecer. Al volver en mí, me descubrí sentado junto a la ventanilla de una extraña nave luminosa, observando como la Tierra se alejaba, para siempre, hasta desaparecer en el infinito.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Los más comentados
lunes, 25 de mayo de 2009
Una demora imperdonable
Le aseguré que me reuniría con ella en aquel encuentro social tan importante, a las doce de la noche, sin demoras, pero un inconveniente imprevisto me impidió llegar a tiempo. Seguramente por eso, cuando me acerqué, ella ignoró mi presencia, o no quiso notarla. Le hablé al oído, la miré fijamente durante toda la noche, juguetee con las luces del salón, moví el humo de las velas y los inciensos, y hasta grité abiertamente que la amaba, para llamar su atención. Pero ella, sólo respondió con una extraña y cruel indiferencia. Me había advertido que no perdonaría un retraso más, y así lo hizo, por lo menos, hasta el día siguiente, en que vería mi nombre listado entre los obituarios, junto a la noticia que relataba el fatal accidente.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
sábado, 23 de mayo de 2009
Las manchas que hablan
El asesino recorrió la escena del crimen, meticulosamente, procurando eliminar, con extremo cuidado, cada una de sus huellas digitales y los restos de ornamentos rotos que daban cuenta de la lucha, cuerpo a cuerpo, que acababa de tener lugar en el dormitorio. Luego, acomodó el cadáver de la víctima, intentando simular un suicidio o un accidente fatal.
- ¡Necesito ayuda, por favor! Acabo de encontrar el cuerpo de mi esposa cubierto de sangre. Creo que está muerta – dijo el viudo acongojado a la Policía, mientras observaba a la mujer sobre la cama.
A pesar de las precauciones del homicida, el detective demoró menos de tres minutos en descubrirlo. Solamente un verdadero idiota puede haber olvidado cambiarse la camisa que mostraba unas pequeñas manchas de sangre marcadas por los dedos de la víctima, como las que el detective descubrió, esa noche, dibujadas en mi espalda, apenas bajé a abrirle la puerta del departamento.
- ¡Necesito ayuda, por favor! Acabo de encontrar el cuerpo de mi esposa cubierto de sangre. Creo que está muerta – dijo el viudo acongojado a la Policía, mientras observaba a la mujer sobre la cama.
A pesar de las precauciones del homicida, el detective demoró menos de tres minutos en descubrirlo. Solamente un verdadero idiota puede haber olvidado cambiarse la camisa que mostraba unas pequeñas manchas de sangre marcadas por los dedos de la víctima, como las que el detective descubrió, esa noche, dibujadas en mi espalda, apenas bajé a abrirle la puerta del departamento.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
jueves, 21 de mayo de 2009
Esa bendita costilla
La herida abierta en su pecho dejó de doler cuando conoció los motivos de la extirpación, y cicatrizó, definitivamente, en el momento exacto en que la costilla transformada agradeció la donación, dándole al hombre enamorado el primer beso de amor.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
martes, 19 de mayo de 2009
Una boda muy especial
Sin duda alguna, hoy será un día muy especial para mí. Tomaré del vestidor mi ropa más elegante y dibujaré, en mi rostro, la sonrisa más amplia que pueda conseguir. Seré testigo del casamiento de mi mejor amigo, que convertirá en esposa a la bella mujer que, desde hace dos años, visita mis sueños, todas las noches.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
domingo, 17 de mayo de 2009
La maravillosa combustión
A decir por su apariencia, Jorge es un hombre insensible, incapaz de enamorarse. Sin embargo, ni siquiera él sabe que, en el rincón más íntimo de su alma frágil, una inmensidad de amor virgen está deseando manifestarse, como si fuera un enorme tanque de gas licuado, que espera, pasivamente, el instante exacto de la explosión. Lo que tampoco sabe, es que la chica que lo observa, con aquellos penetrantes ojos almendrados, será el fósforo encendido, que dará inicio a la combustión.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
viernes, 15 de mayo de 2009
Las ausentes carcajadas
A los payasos que alegraron mi infancia
Una vez finalizado el último acto, el viejo payaso regresará a su sombrío camarín y guardará, prolijamente, sus pertenencias multicolores en la anticuada valija. En ese instante, verá caer una tibia lágrima por su mejilla, corriéndole el maquillaje. Antes de cerrar la tapa por última vez, envuelto en la nostalgia por los viejos buenos tiempos, que no volverán, colocará en la maleta las antiguas técnicas para hacer reír, que ya no funcionan con los niños del público, y tampoco con él.
La foto "Había una vez... un circo..." es propiedad de Christian Pereira y se publica con autorización del autor, únicamente para su exhibición en este blog.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Fotocuentos
jueves, 14 de mayo de 2009
Besos III
¿Cómo romper el hechizo que me ataca, sin contagiar a quién se atreva a sanarme? Me remordería la conciencia que uno de mis besos de sapo condenara a una doncella a llevar una vida similar a la mía. Encontré la respuesta a mi dilema, cuando la vi llegar, saltando, hasta el borde de la laguna. Sin preámbulos, posé mis labios rugosos sobre su boca verdosa y amplia de rana. Tras un mágico destello, mi cuerpo recobró su antigua fisonomía humana y ella apareció, junto a mí, en forma de hermosa doncella. Desde entonces, nos encanta pasar largas horas juntos, liberando nuestras pasiones con besos fogosos; a veces, como ardientes amantes humanos, y algunas otras, como fríos anfibios del pastizal.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Cuentos en serie
miércoles, 13 de mayo de 2009
Besos II
Desde que un insólito hechizo me condenó a vivir como un batracio, paso mis días cantando y comiendo bichitos, en los márgenes de una laguna. Pensé en solicitar un beso sanador a alguna de las doncellas que se introducen en el traslúcido espejo de agua para disfrutar de relajantes y sensuales baños matinales. Pero, preferí no molestarlas. La vida de sapo tiene algunos beneficios: ¡se las ve tan felices y hermosas, moviendo sus cuerpos desnudos al ritmo del viento!
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Cuentos en serie
martes, 12 de mayo de 2009
Besos I
Recorriendo el pastizal que rodea la laguna, una rana encantada se interpuso en mi camino y me pidió que la besara. "Sólo el beso de un hombre gentil puede romper el hechizo", croaba. Accedí a su pedido de modo elegante, imaginando un futuro esplendoroso en algún Palacio Real, pero me equivoqué. Mientras mi cuerpo encogía, verdoso y lleno de verrugas, alcancé a ver la silueta transformada de la hermosa princesa, huyendo a la carrera, con el rostro cubierto de lágrimas, y de vergüenza.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Cuentos en serie
lunes, 11 de mayo de 2009
Devolución de gentilezas
Apenas la noche se vuelve silenciosa, el niño entra a la ratonera, sigilosamente, para cambiar el pequeño diente del ratón dormido, por un pedacito de queso gruyere.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Hiperbreves,
Los más comentados
domingo, 10 de mayo de 2009
El abrazo de tinta
No había nada que pudiera levantarme el ánimo en esa fría y solitaria noche de domingo. Mi equipo de fútbol había perdido sobre la hora y eso era motivo suficiente para no desear ver la clásica crónica deportiva semanal por televisión. Siempre odié ver festejar a los equipos rivales.
Me serví un trago corto de vodka Absolut con hielo y me quité los zapatos negros que traía puestos desde el mediodía. Elegí el sillón más cercano a la estufa para recostarme un rato para leer una vieja historieta en colores de Nippur de Lagash. Acomodé mis pies descalzos en uno de los apoyabrazos y mi cabeza de pelos revueltos sobre un pequeño almohadón. Con el control remoto, encendí el equipo de audio y puse a sonar un entristecedor disco de Pink Floyd. Respiré hondo, estiré los dedos de los pies y me relajé. Me sumergí en la historieta como lo hacía cuando era niño, devorando página a página la historia del errante personaje.
Apenas iniciada la sesión de lectura, algo inesperado llamó mi atención. Un fino haz de luz amarilla se asomaba tímidamente por debajo de una de las pequeñas puertas de la sala.
Extrañado, arrojé la historieta sobre el suave sillón y caminando sobre mis medias llegué hasta el lugar del que provenía la llamativa luminosidad. Abrí la puerta lentamente y una luz brillante, que nubló mi vista, me invitó a dar un paso hacia adelante, sacudiendo mi rostro con un viento ensordecedor, como si mi cuerpo hubiera atravesado con un solo paso la línea ancha de circunferencia de un tornado de gran escala.
La puerta del recinto se cerró bruscamente detrás mío y la luz se apagó inmediatamente. Ante mis ojos apareció un escenario desértico, caluroso e inhóspito. Me sentí extraño e incómodo. Noté que mis ropas habían cambiado como por arte de magia. Mis medias eran ahora un par de sandalias de cuero y los pantalones y la camisa arremangada que vestía al cruzar la puerta se habían convertido en una túnica blanca corta y fresca. Detrás de mí, apareció de repente un fornido hombre a caballo, que sin desmontar comenzó a girar a mi alrededor, inspeccionándome atentamente. Su ojo izquierdo estaba cubierto con un parche negro y una larga espada plateada colgaba de su cinturón.
- ¿Porqué tardaste tanto? – me dijo Nippur con una sonrisa – Hace años que estaba esperando que vinieras a darme una mano. Deberías saber que desde que perdí mi ojo izquierdo me siento débil y viejo y necesito tu ayuda para poder reconquistar mi querida Lagash.
Sin darme tiempo a decir nada, señaló con su dedo índice un pequeño árbol seco debajo del cual descansaba un caballo negro hermoso y bravío.
- Es para ti – me dijo el fortachón en perfecto español – Lo escogí en una tienda de Egipto, especialmente para esta ocasión. Móntalo y ven conmigo. Debemos apurarnos, el enemigo debe estar cerca.
A pesar de no entender lo que ocurría, no me animé a rechazar su invitación. Siempre había admirado al guerrero sumerio y seguido con asombro cada una de sus aventuras desde aquella primera aparición en 1967, cuando yo apenas tenía catorce años. Algunos minutos más tarde, estábamos reunidos alrededor de un fogón junto a varios guerreros aliados, entre los que reconocí a Sargón, el rey de Akad, al gigante Ur-El de Merem y el joven Hiras, el hijo de mi anfitrión. Juntos planeamos la reconquista de la ciudad de Lagash, para la cual ellos consideraban indispensable mi participación. Era evidente que el grupo aliado tenía inferioridad de hombres, armas y provisiones que el ejército comandado por el malvado rey Luggal-Zaggizi, y por ello, cualquier persona que quisiera sumarse a la acción armada, aunque fuera inexperto y pacífico como yo, era un sujeto útil para los fines. Me dieron una espada plateada y un pesado escudo, cuyas técnicas de uso tuve que aprender rápidamente para poder acompañar al bravo Nippur en la audaz batalla de Umma. El triunfo final no tardó en llegar y el tuerto guerrero vino hacia mí con el rostro iluminado, para sellar nuestra flamante amistad, envolviéndome con un fuerte y entrañable abrazo.
Esa fue la imagen dibujada que el detective, que tiene a su cargo analizar la causa de mi desaparición, descubrió en la colorida página central del cómic, que descansaba abierto sobre el largo sillón. La escena se completaba con un tibio vaso de vodka con agua de hielos derretidos, sobre la mesa ratona, y un par de mocasines negros arrojados a un costado de la alfombra. Delante de la puerta del armario de la sala, yacían las ropas arrugadas que ya no volvería a vestir. El extraño caso fue cerrado sin encontrar explicaciones. Hoy vivo en Lagash, en un tiempo desconocido, sin fútbol ni vodka. Han pasado varios meses desde la transmutación y aún no pude encontrar el camino de regreso a mi lugar de origen, aunque debo confesar que tampoco he tenido interés en buscarlo.
Apenas iniciada la sesión de lectura, algo inesperado llamó mi atención. Un fino haz de luz amarilla se asomaba tímidamente por debajo de una de las pequeñas puertas de la sala.
Extrañado, arrojé la historieta sobre el suave sillón y caminando sobre mis medias llegué hasta el lugar del que provenía la llamativa luminosidad. Abrí la puerta lentamente y una luz brillante, que nubló mi vista, me invitó a dar un paso hacia adelante, sacudiendo mi rostro con un viento ensordecedor, como si mi cuerpo hubiera atravesado con un solo paso la línea ancha de circunferencia de un tornado de gran escala.
La puerta del recinto se cerró bruscamente detrás mío y la luz se apagó inmediatamente. Ante mis ojos apareció un escenario desértico, caluroso e inhóspito. Me sentí extraño e incómodo. Noté que mis ropas habían cambiado como por arte de magia. Mis medias eran ahora un par de sandalias de cuero y los pantalones y la camisa arremangada que vestía al cruzar la puerta se habían convertido en una túnica blanca corta y fresca. Detrás de mí, apareció de repente un fornido hombre a caballo, que sin desmontar comenzó a girar a mi alrededor, inspeccionándome atentamente. Su ojo izquierdo estaba cubierto con un parche negro y una larga espada plateada colgaba de su cinturón.
- ¿Porqué tardaste tanto? – me dijo Nippur con una sonrisa – Hace años que estaba esperando que vinieras a darme una mano. Deberías saber que desde que perdí mi ojo izquierdo me siento débil y viejo y necesito tu ayuda para poder reconquistar mi querida Lagash.
Sin darme tiempo a decir nada, señaló con su dedo índice un pequeño árbol seco debajo del cual descansaba un caballo negro hermoso y bravío.
- Es para ti – me dijo el fortachón en perfecto español – Lo escogí en una tienda de Egipto, especialmente para esta ocasión. Móntalo y ven conmigo. Debemos apurarnos, el enemigo debe estar cerca.
A pesar de no entender lo que ocurría, no me animé a rechazar su invitación. Siempre había admirado al guerrero sumerio y seguido con asombro cada una de sus aventuras desde aquella primera aparición en 1967, cuando yo apenas tenía catorce años. Algunos minutos más tarde, estábamos reunidos alrededor de un fogón junto a varios guerreros aliados, entre los que reconocí a Sargón, el rey de Akad, al gigante Ur-El de Merem y el joven Hiras, el hijo de mi anfitrión. Juntos planeamos la reconquista de la ciudad de Lagash, para la cual ellos consideraban indispensable mi participación. Era evidente que el grupo aliado tenía inferioridad de hombres, armas y provisiones que el ejército comandado por el malvado rey Luggal-Zaggizi, y por ello, cualquier persona que quisiera sumarse a la acción armada, aunque fuera inexperto y pacífico como yo, era un sujeto útil para los fines. Me dieron una espada plateada y un pesado escudo, cuyas técnicas de uso tuve que aprender rápidamente para poder acompañar al bravo Nippur en la audaz batalla de Umma. El triunfo final no tardó en llegar y el tuerto guerrero vino hacia mí con el rostro iluminado, para sellar nuestra flamante amistad, envolviéndome con un fuerte y entrañable abrazo.
Esa fue la imagen dibujada que el detective, que tiene a su cargo analizar la causa de mi desaparición, descubrió en la colorida página central del cómic, que descansaba abierto sobre el largo sillón. La escena se completaba con un tibio vaso de vodka con agua de hielos derretidos, sobre la mesa ratona, y un par de mocasines negros arrojados a un costado de la alfombra. Delante de la puerta del armario de la sala, yacían las ropas arrugadas que ya no volvería a vestir. El extraño caso fue cerrado sin encontrar explicaciones. Hoy vivo en Lagash, en un tiempo desconocido, sin fútbol ni vodka. Han pasado varios meses desde la transmutación y aún no pude encontrar el camino de regreso a mi lugar de origen, aunque debo confesar que tampoco he tenido interés en buscarlo.
en la categoría:
Cuentos cortos,
Fotocuentos
viernes, 8 de mayo de 2009
Deja vú
- Hola, buen día - dijo Alejandra al llegar.
- Hola, ¿cómo estás? - le respondí.
El sonido metálico de un elevador vacío interrumpió el breve diálogo e ingresamos juntos a la cabina en penumbras. Cerré las puertas de hierro despintado y marqué el número del piso al que nos dirigíamos.
Apenas abandonamos la planta baja, nuestras miradas se encontraron, cómplices, y hundimos nuestros labios frescos en un largo beso apasionado. Me enroscó entre sus brazos y la aprisioné con fuerza contra uno de los laterales del habitáculo. Recorrí los aros de sus orejas con mi lengua desenfrenada, y respondió dándome un suave mordisco en mi cuello perfumado. Sin ocultar mi ansiedad, introduje mi mano más hábil dentro de su blusa ajustada. Con la otra, abrí la puerta del ascensor en el camino entre dos pisos, queriendo evitar que otro habitante del edificio interrumpiera nuestra ansiada fantasía. Pero, inesperadamente, un chillido inconfundible, proveniente de mi mesa de luz, comenzó a sonar dentro de la caja colgante, hasta despertarme.
Una hora y media más tarde, por una broma del destino o pura casualidad, se repitió la primera escena de esta historia, en el hall del edificio.
- Te juro que, esta vez, no voy a perdonarte, si se te ocurre volver a desaparecer en el mejor momento – dijo Alejandra sonriendo, mientras yo abría la puerta del ascensor, en el mismo entrepiso.
- Hola, ¿cómo estás? - le respondí.
El sonido metálico de un elevador vacío interrumpió el breve diálogo e ingresamos juntos a la cabina en penumbras. Cerré las puertas de hierro despintado y marqué el número del piso al que nos dirigíamos.
Apenas abandonamos la planta baja, nuestras miradas se encontraron, cómplices, y hundimos nuestros labios frescos en un largo beso apasionado. Me enroscó entre sus brazos y la aprisioné con fuerza contra uno de los laterales del habitáculo. Recorrí los aros de sus orejas con mi lengua desenfrenada, y respondió dándome un suave mordisco en mi cuello perfumado. Sin ocultar mi ansiedad, introduje mi mano más hábil dentro de su blusa ajustada. Con la otra, abrí la puerta del ascensor en el camino entre dos pisos, queriendo evitar que otro habitante del edificio interrumpiera nuestra ansiada fantasía. Pero, inesperadamente, un chillido inconfundible, proveniente de mi mesa de luz, comenzó a sonar dentro de la caja colgante, hasta despertarme.
Una hora y media más tarde, por una broma del destino o pura casualidad, se repitió la primera escena de esta historia, en el hall del edificio.
- Te juro que, esta vez, no voy a perdonarte, si se te ocurre volver a desaparecer en el mejor momento – dijo Alejandra sonriendo, mientras yo abría la puerta del ascensor, en el mismo entrepiso.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Los más comentados
jueves, 7 de mayo de 2009
El lavado
Cada vez que lavo mi automóvil, imagino que se borran, mágicamente, cada uno de los pecados mortales que cometí sobre él.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Hiperbreves
miércoles, 6 de mayo de 2009
La vida es sueño
Una noche de su infancia, tuvo un sueño en el que transcurría toda su vida. Crecía, estudiaba, conseguía trabajo, se enamoraba de una mujer de veinticinco años, y formaba una familia con cuatro hijos hermosos, que lo harían feliz hasta el fin de sus días. Cuando despertó, se encontró acostado dentro de un frío cajón aterciopelado, y los rostros familiares de su sueño, lo estaban velando.
en la categoría:
Cuentos cortísimos,
Los más comentados
martes, 5 de mayo de 2009
La verdad de la remolacha
Cuando Juan era apenas un niño, su madre lo asustaba con el Hombre de la bolsa.
- Si no comés, te va a llevar - le decía.
- Pero no me gusta la remolacha, mamá.
- A él no le importa si te gusta o no, si no dejás el plato vacío, te mete en su bolsa de arpillera y no me ves más - amenazaba.
¡Pobre Juan! Voy a tener que avisarle que solo se trataba de una técnica maternal basada en un antiguo mito. A los cincuenta y cuatro años, todavía sale corriendo por la calle, cada vez que se cruza con un pordiosero.
- Si no comés, te va a llevar - le decía.
- Pero no me gusta la remolacha, mamá.
- A él no le importa si te gusta o no, si no dejás el plato vacío, te mete en su bolsa de arpillera y no me ves más - amenazaba.
¡Pobre Juan! Voy a tener que avisarle que solo se trataba de una técnica maternal basada en un antiguo mito. A los cincuenta y cuatro años, todavía sale corriendo por la calle, cada vez que se cruza con un pordiosero.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
lunes, 4 de mayo de 2009
Mala sangre
Abrí los ojos tras sentir el voraz pinchazo sobre mi cuello y pude ver las cortinas que bailaban al ritmo de los silbidos poderosos del Viento Norte. Satisfecho, y volando contra la fuerte corriente de aire, un horrible animal negro cruzó la ventana entreabierta de mi habitación. El vampiro aún no sabía que aquella sería su última noche de paseo inmoral, ni que la sangre dulce de mi cuerpo alcoholizado, iba a hacerlo estrellarse contra el duro paredón.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
domingo, 3 de mayo de 2009
El vuelo perfecto
La conocí en una fiesta de disfraces organizada por un grupo de amigos en la noche de Halloween, justo tres días después de su cumpleaños. Es imposible entender como, por esas ironías del almanaque, una mujer dotada de tanta belleza puede haber nacido en una fecha tan cercana a la Noche de Brujas.
No pude evitar mirarla entrar al amplio salón de la vieja casona, envuelta en un llamativo traje plateado en el que colgaban de su espalda dos enormes alas de tul anaranjado. Sus sensuales piernas se escondían enfundadas en unas delicadas calzas al tono y sobre su cabeza, dos alegres antenitas completaban el disfraz de mariposa más sublime que hubiera visto en mi vida.
La miré detenidamente por un largo rato, que en realidad no sé si fue extenso o el tiempo se detuvo cómplicemente para que yo pudiera observarla sin que ella pudiera notarlo. Descubrí que no sólo su disfraz me parecía bello, sino todo su ser, escondido en el frágil armazón del traje de tela, que recorría la pista de baile sin rumbo, de manera tímida pero impactante, como una tierna mariposa que recién abandona su capullo.
Por un instante, lamenté haber elegido el ridículo atuendo multicolor que llevaba puesto. Podría haber optado por convertirme en un fuerte guerrero romano, en un delicado príncipe de cuentos de hadas, en un valiente superhéroe americano, en un bruto pirata del Caribe o en un elegante y seductor conde de Transilvania. Sin embargo, allí estaba yo, con mi peluca de rulos verdes, una redonda nariz colorada, mi cara pintarrajeada y una enorme bolsa de caramelos cruzada sobre mi hombro izquierdo.
La vi sonreír rodeada de gente y descubrí que la mueca que esa sonrisa formaba en su cara era tan irresistible como un poco de aire fresco en pleno verano porteño.
Pensé que era una lástima que no estuviera allí conmigo. Podría acercarme de sorpresa y decirle: “Hola, ¿qué tal? ¿Estás sola? Soy el payaso que viene a alegrar tus noches y tus días”. Pero el abrazo del hombre que la acompañaba respondió a la pregunta antes que pudiera siquiera animarme a hacerla.
Se dice que la Noche de Brujas es la puerta que separa el mundo de los vivos del Más Allá. En ese momento, ansié que el más grande y temible de los monstruos se hiciera presente y se llevara consigo al sujeto o, en el peor de los casos, a la mujer que me acompañaba. No pude evitar sonreírme al imaginar la cara de sorpresa que pondrían los invitados cuando el espíritu maligno viniera a poner las cosas en su lugar, dejando libre el camino para que el triste payaso pudiera salir volando con su hermosa mariposa.
Recé, invoqué a Satán, ofrecí mi vida a cambio, pero lamentablemente (y de manera obvia) no ocurrió nada de lo imaginado. “No hay peor monstruo que el que crea uno mismo”, pensé. Y en mi caso, para vencerlo debía luchar contra mis propias limitaciones, mis miedos, mis culpas, mi falta de coraje, mi estúpida timidez, mi preocupación por el “que dirán” y el acostumbramiento a la comodidad y al aceptar “las cosas como son”.
Esa noche, mi fiesta personal era mirarla. Disfrutaba ver como con cada aleteo de seda descubría en ella a una chica cada vez más hermosa e interesante. Embobado y deslumbrado al mismo tiempo, tropecé con mis grandes zapatos y rodé torpemente por la alfombra, aterrizando a los pies de la extraordinaria mujer alada.
El destino quiso que ella notara finalmente mi presencia. Me tomó la mano para ayudar a incorporarme y le devolví la gentileza con una amplia sonrisa roja y blanca. Loco por ella, mudo por la excitación y la vergüenza simultáneas que me generaba el hecho de tenerla cerca, tomé un caramelo de mi bolsa y ofreciéndoselo, miré fijamente sus preciosos ojos color café.
- Tenemos algo en común - le dije tiernamente - vos podrías volar con tus hermosas alas, y yo estoy volando desde que te vi.
Se sonrió y posó sobre mí una mirada tan dulce que el Universo pareció esfumarse a nuestro alrededor, como si mi deseo se hubiera hecho realidad y el monstruo del Más Allá hubiese entrado sin ser visto y se hubiera llevado consigo a todos los asistentes.
Y así, como en una película con final abierto y perfecto, me quitó lentamente la peluca de rulos verdes, sacudió sus locas antenitas y agitando fuertemente sus grandes aletas traseras, levantó vuelo tomándome de la mano, para llevarme a un lugar tranquilo y maravilloso, desde donde hoy escribo este humilde cuento, mientras ella sonríe a mi lado, en gesto de aprobación.
No pude evitar mirarla entrar al amplio salón de la vieja casona, envuelta en un llamativo traje plateado en el que colgaban de su espalda dos enormes alas de tul anaranjado. Sus sensuales piernas se escondían enfundadas en unas delicadas calzas al tono y sobre su cabeza, dos alegres antenitas completaban el disfraz de mariposa más sublime que hubiera visto en mi vida.
La miré detenidamente por un largo rato, que en realidad no sé si fue extenso o el tiempo se detuvo cómplicemente para que yo pudiera observarla sin que ella pudiera notarlo. Descubrí que no sólo su disfraz me parecía bello, sino todo su ser, escondido en el frágil armazón del traje de tela, que recorría la pista de baile sin rumbo, de manera tímida pero impactante, como una tierna mariposa que recién abandona su capullo.
Por un instante, lamenté haber elegido el ridículo atuendo multicolor que llevaba puesto. Podría haber optado por convertirme en un fuerte guerrero romano, en un delicado príncipe de cuentos de hadas, en un valiente superhéroe americano, en un bruto pirata del Caribe o en un elegante y seductor conde de Transilvania. Sin embargo, allí estaba yo, con mi peluca de rulos verdes, una redonda nariz colorada, mi cara pintarrajeada y una enorme bolsa de caramelos cruzada sobre mi hombro izquierdo.
La vi sonreír rodeada de gente y descubrí que la mueca que esa sonrisa formaba en su cara era tan irresistible como un poco de aire fresco en pleno verano porteño.
Pensé que era una lástima que no estuviera allí conmigo. Podría acercarme de sorpresa y decirle: “Hola, ¿qué tal? ¿Estás sola? Soy el payaso que viene a alegrar tus noches y tus días”. Pero el abrazo del hombre que la acompañaba respondió a la pregunta antes que pudiera siquiera animarme a hacerla.
Se dice que la Noche de Brujas es la puerta que separa el mundo de los vivos del Más Allá. En ese momento, ansié que el más grande y temible de los monstruos se hiciera presente y se llevara consigo al sujeto o, en el peor de los casos, a la mujer que me acompañaba. No pude evitar sonreírme al imaginar la cara de sorpresa que pondrían los invitados cuando el espíritu maligno viniera a poner las cosas en su lugar, dejando libre el camino para que el triste payaso pudiera salir volando con su hermosa mariposa.
Recé, invoqué a Satán, ofrecí mi vida a cambio, pero lamentablemente (y de manera obvia) no ocurrió nada de lo imaginado. “No hay peor monstruo que el que crea uno mismo”, pensé. Y en mi caso, para vencerlo debía luchar contra mis propias limitaciones, mis miedos, mis culpas, mi falta de coraje, mi estúpida timidez, mi preocupación por el “que dirán” y el acostumbramiento a la comodidad y al aceptar “las cosas como son”.
Esa noche, mi fiesta personal era mirarla. Disfrutaba ver como con cada aleteo de seda descubría en ella a una chica cada vez más hermosa e interesante. Embobado y deslumbrado al mismo tiempo, tropecé con mis grandes zapatos y rodé torpemente por la alfombra, aterrizando a los pies de la extraordinaria mujer alada.
El destino quiso que ella notara finalmente mi presencia. Me tomó la mano para ayudar a incorporarme y le devolví la gentileza con una amplia sonrisa roja y blanca. Loco por ella, mudo por la excitación y la vergüenza simultáneas que me generaba el hecho de tenerla cerca, tomé un caramelo de mi bolsa y ofreciéndoselo, miré fijamente sus preciosos ojos color café.
- Tenemos algo en común - le dije tiernamente - vos podrías volar con tus hermosas alas, y yo estoy volando desde que te vi.
Se sonrió y posó sobre mí una mirada tan dulce que el Universo pareció esfumarse a nuestro alrededor, como si mi deseo se hubiera hecho realidad y el monstruo del Más Allá hubiese entrado sin ser visto y se hubiera llevado consigo a todos los asistentes.
Y así, como en una película con final abierto y perfecto, me quitó lentamente la peluca de rulos verdes, sacudió sus locas antenitas y agitando fuertemente sus grandes aletas traseras, levantó vuelo tomándome de la mano, para llevarme a un lugar tranquilo y maravilloso, desde donde hoy escribo este humilde cuento, mientras ella sonríe a mi lado, en gesto de aprobación.
en la categoría:
Cuentos cortos
viernes, 1 de mayo de 2009
Promesa cumplida
Carlos divisó una pequeña mancha negra que, dando giros, cruzaba el infinito telón celeste que los cubría.
- ¡Mira, Mabel! Una gaviota – dijo con voz quebrada y temblorosa – Eso significa que debemos estar cerca de tierra firme.
La única respuesta provino del sonido de las olas bailarinas.
Sin soltar el pequeño trozo de madera que lo mantenía a flote, giró la cabeza, para observar el cuerpo violáceo de Mabel, que flotaba sin vida, colgando de un chaleco anaranjado. La gaviota se posó sobre el pelo enmarañado de la mujer rubia y, con la mirada envuelta en pena, apuntó sus ojos negros hacia el rostro desencajado del hombre.
- Siempre le aseguré que la amaría eternamente – dijo Carlos, entre sollozos, al visitante plumífero – en esta vida y en las que vengan.
Ante la mirada expectante del hambriento pájaro blanco, el viudo cerró sus ojos por última vez y abrazó, con ambas manos, el inmenso charco de agua helada que lo rodeaba. Mabel lo recibió envuelta en su eterna belleza, ansiosa por cumplir con su idéntica promesa.
- ¡Mira, Mabel! Una gaviota – dijo con voz quebrada y temblorosa – Eso significa que debemos estar cerca de tierra firme.
La única respuesta provino del sonido de las olas bailarinas.
Sin soltar el pequeño trozo de madera que lo mantenía a flote, giró la cabeza, para observar el cuerpo violáceo de Mabel, que flotaba sin vida, colgando de un chaleco anaranjado. La gaviota se posó sobre el pelo enmarañado de la mujer rubia y, con la mirada envuelta en pena, apuntó sus ojos negros hacia el rostro desencajado del hombre.
- Siempre le aseguré que la amaría eternamente – dijo Carlos, entre sollozos, al visitante plumífero – en esta vida y en las que vengan.
Ante la mirada expectante del hambriento pájaro blanco, el viudo cerró sus ojos por última vez y abrazó, con ambas manos, el inmenso charco de agua helada que lo rodeaba. Mabel lo recibió envuelta en su eterna belleza, ansiosa por cumplir con su idéntica promesa.
en la categoría:
Cuentos cortísimos
Suscribirse a:
Entradas (Atom)