Cuando una de mis abuelas vino a visitarme por primera vez a mi departamento, lo encontró triste, gris y falto de vida. Regresó una semana más tarde para regalarme un gajito de malvón robado de alguno de los canteros de su barrio. Me aconsejó que lo plantara cerca de la ventana y confesó que había elegido esa especie especialmente para mí, porque era una planta de fácil cuidado, que no requería demasiado riego ni atención.
Cercado entre cuatro fríos bloques de cemento, el único lugar apto que encontré para plantarlo fue una vieja maceta abandonada en mi balcón, donde anteriormente había cultivado una exótica planta carnívora que lamentablemente había muerto de frío después de aquella famosa nevada del 9 de julio sobre Buenos Aires. Aún no me había tomado el trabajo de remover las raíces muertas de su antecesora, pero no me pareció necesario. Hice un pocito con mis dedos en la tierra seca y resquebrajada y acomodé el gajito regalado en el centro del recipiente.
Apenas una semana de mínimo riego fue suficiente para notar que mi planta estaba creciendo a ritmo excesivamente acelerado. De aquel pobre gajo inicial habían nacido dos enormes hojas repletas de flores fucsias, que parecían tener movimiento propio. Noté con sorpresa que el insólito vegetal sacudía suavemente sus verdes extremidades como si fuesen las pequeñas manos de un bebé que juega en su corral, coqueteaba frente al espejo que creaba la luz del sol en la ventana y jugaba sensualmente con los insectos que revoloteaban a su alrededor. Era innegable que el malvón había mutado a una especie desconocida por culpa de alguna extraña causa biológica, probablemente afectado por el polen del anterior inquilino de su recipiente.
La situación cambió radicalmente aquel martes a la noche, cuando pude observar el momento justo en que los estambres de una de sus flores atrapaban a una mosca en vuelo. Como si fuese un experimento realizado en las clases de biología de mi colegio secundario, decidí juntar pequeños bichos en un platito y dejarlos junto a la maceta. Desde un improvisado escondite vi como la planta se inclinaba hasta el receptáculo y deglutía aquel extraño alimento con pasión y en pequeños bocados, a través de sus flores en forma de boca humana.
En pocos días, la planta se convirtió en mi mejor compañera. Dialogaba con ella a través de señas, mantenía siempre húmeda su tierra, limpiaba diariamente sus hojas y flores con un algodoncito embebido en agua fría y atrapaba sus moscas favoritas para la cena. Ella me lo agradecía dulcemente, primero con insinuaciones a través de sensuales movimientos, luego mediante un abrazo con sus grandes hojas abiertas y, una vez que adquirimos confianza, con pequeños besos dulces de sus tiernas flores en forma de carnosos labios.
No había confesado a nadie esta extraña historia de amor, pero no tuve más alternativa que escribirla cuando mi abuela me pidió explicaciones al verme llegar a su casa, con la boca ensangrentada, para devolverle el regalo plantado en la maceta anaranjada que traía en mis brazos. Aquella extraña planta carnívora acababa de arrancar mi lengua de un mordisco, cuando intentaba darle un sensual y profundo beso francés en su flor más pulposa.
Cercado entre cuatro fríos bloques de cemento, el único lugar apto que encontré para plantarlo fue una vieja maceta abandonada en mi balcón, donde anteriormente había cultivado una exótica planta carnívora que lamentablemente había muerto de frío después de aquella famosa nevada del 9 de julio sobre Buenos Aires. Aún no me había tomado el trabajo de remover las raíces muertas de su antecesora, pero no me pareció necesario. Hice un pocito con mis dedos en la tierra seca y resquebrajada y acomodé el gajito regalado en el centro del recipiente.
Apenas una semana de mínimo riego fue suficiente para notar que mi planta estaba creciendo a ritmo excesivamente acelerado. De aquel pobre gajo inicial habían nacido dos enormes hojas repletas de flores fucsias, que parecían tener movimiento propio. Noté con sorpresa que el insólito vegetal sacudía suavemente sus verdes extremidades como si fuesen las pequeñas manos de un bebé que juega en su corral, coqueteaba frente al espejo que creaba la luz del sol en la ventana y jugaba sensualmente con los insectos que revoloteaban a su alrededor. Era innegable que el malvón había mutado a una especie desconocida por culpa de alguna extraña causa biológica, probablemente afectado por el polen del anterior inquilino de su recipiente.
La situación cambió radicalmente aquel martes a la noche, cuando pude observar el momento justo en que los estambres de una de sus flores atrapaban a una mosca en vuelo. Como si fuese un experimento realizado en las clases de biología de mi colegio secundario, decidí juntar pequeños bichos en un platito y dejarlos junto a la maceta. Desde un improvisado escondite vi como la planta se inclinaba hasta el receptáculo y deglutía aquel extraño alimento con pasión y en pequeños bocados, a través de sus flores en forma de boca humana.
En pocos días, la planta se convirtió en mi mejor compañera. Dialogaba con ella a través de señas, mantenía siempre húmeda su tierra, limpiaba diariamente sus hojas y flores con un algodoncito embebido en agua fría y atrapaba sus moscas favoritas para la cena. Ella me lo agradecía dulcemente, primero con insinuaciones a través de sensuales movimientos, luego mediante un abrazo con sus grandes hojas abiertas y, una vez que adquirimos confianza, con pequeños besos dulces de sus tiernas flores en forma de carnosos labios.
No había confesado a nadie esta extraña historia de amor, pero no tuve más alternativa que escribirla cuando mi abuela me pidió explicaciones al verme llegar a su casa, con la boca ensangrentada, para devolverle el regalo plantado en la maceta anaranjada que traía en mis brazos. Aquella extraña planta carnívora acababa de arrancar mi lengua de un mordisco, cuando intentaba darle un sensual y profundo beso francés en su flor más pulposa.