A las seis en punto, con las primeras luces del alba, Pedro González salió de su casa, como todos los días. Apenas alcanzó la calle, respiró hondo el aire fresco de la mañana, se acomodó el cabello engominado sacudido por el viento y se cerró el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó a paso lento las cuatro cuadras que separan su casa de la estación de subterráneo más cercana, moviendo su portafolio rítmicamente, a contratiempo de su pierna derecha.Bajó lentamente las escaleras, metiendo sus manos en los bolsillos para buscar las monedas necesarias para comprar el pasaje. Silenciosamente, entregó el dinero al hombre de cabellos blancos que todos los días lo recibía detrás de una pequeña ventanilla para cambiarle esas monedas por una simple tarjeta de embarque de cartón.
Esperó el tren apenas unos minutos y subió al primer vagón del convoy por la puerta del medio, para sentarse en el lugar de siempre: el primer asiento de la derecha, junto a la ventanilla. Recorrió el vagón con un breve y suave golpe de vista. Allí estaba la señora de los sombreros extraños y antiguos, el hombre de overol con apariencia de albañil, el joven escolar de guardapolvo blanco y mochila con la imagen de su súper héroe favorito, el viejo desaliñado del pulóver agujereado y perfume de colonia barata, la madre con su niño travieso camino al colegio y la mujer de cabellos rubios que maquillaba su cansado rostro reflejado en un pequeño espejo de bolsillo. Todos ellos eran, a diario, normales habitantes momentáneos de ese primer vagón del subterráneo. Pedro solía aprovechar los veinte minutos que duraba el viaje hasta el lugar de destino para observarlos uno por uno, en silencio y detenidamente, pero jamás había cruzado una palabra con ninguno de ellos ni con ningún otro ocasional pasajero. El aburrimiento, en cambio, lo llevaba a quedarse dormido profundamente, aún sin quererlo, generalmente antes de llegar a la tercera estación del recorrido. La tenue luz interior de la máquina era ideal, sobre todo a esa hora de la mañana, para un habitual y breve reposo hasta el final de su viaje. De esa manera, Pedro lograba llegar más descansado a su despacho.
Al llegar a su estación de destino, la misma donde descendía la señora de los sombreros extraños y antiguos y una después que la del hombre de la colonia y el niño de la mochila, Pedro normalmente abandonaba en forma lenta la caravana de hierro, cruzaba el molinete y subía los setenta escalones que lo llevaban hasta la avenida, donde a solo diez metros se ubica su oficina, en el departamento cincuenta y siete del edificio de color verde y blanco con una enorme puerta de vidrio con empuñadura de bronce.
Sin embargo, ese jueves ocurrió algo extraño. Pedro abrió los ojos y se encontró en un lugar desconocido, sentado en un vagón repleto de extraños. Asustado, se puso de pie abruptamente y con solo dos pasos alcanzó la puerta, para abandonar la formación en la primera parada. En el andén, un montón de personas que jamás había visto en su vida esperaban su turno para poder ascender al transporte. Tras algunos minutos de esfuerzo y hábiles maniobras casi acrobáticas, Pedro logró escapar de aquel extraño mundo subterráneo y llegar hasta la calle. Allí, volvió a respirar hondo el aire fresco de la mañana, a acomodarse el cabello engominado y cerrarse el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó algunos pocos pasos, primero hacia la izquierda y luego hacia el otro lado. Buscó infructuosamente algún detalle que le fuera familiar, alguna calle que pudiera ubicarlo, alguna persona que lo pudiera guiar, y tras algunos minutos de inútil exploración, terminó de darse cuenta que se encontraba perdido. Descubrió que no recordaba la dirección de su oficina, ni de su casa, ni la de algún familiar o amigo, ni en que estación debía subir o bajar. Tampoco recordaba tener familia y mucho menos amigos. Solo creía llamarse Pedro, porque así solían llamarlo sus clientes.
Nada fue igual en la vida de este hombre después de aquel extraño jueves en que se apartó de la rutina. Dicen que hace varios meses suele vérselo recorriendo las estaciones de las distintas líneas de subterráneo del Mundo buscando a una señora de sombreros extraños y antiguos, a un señor desaliñado que use colonia barata o al niño de guardapolvo blanco con una mochila de súper héroe colgada en la espalda. Solo así podrá descender del tren en la estación correcta y reencontrar finalmente el camino a su oficina, para poder volver a tener la vida normal que tanto añora. Lo que más lamenta es no haber podido llegar a tiempo a la importante reunión agendada para ese extraño jueves a las diez de la mañana y que, a esta altura de las circunstancias, seguramente su cliente ya habrá conseguido otro asesor.
La foto "Camino al infierno" es propiedad de Christian Pereira y se publica con autorización del autor únicamente para su exhibición en este blog.
25 comentarios:
Interesante relato.
Vaya a saber porque se quedo dando vueltas por ahí, mas allá de la señora de los raros sombresos o el niño, o?¿
Lo cierto que se puede perderse un tiempo, pero se regresa cuando se lo propone.
Besos.
Su rutina lo hizo olvidar que existía un Mundo real a su alrededor. En cuanto se dé cuenta de eso, seguro encuentra el camino de regreso. Gracias Cecy por tu comentario. Saludos
muy bueno tu texto, me quede perdido en el tiempo de su rutina y la encontré dibujando versos..
muy bueno
te enlazo a mi blog para poder leerte con mas frecuencia..
saludos fraternos
un abrazo
Gracias Adolfo. Te devuelvo el enlace. Acabo de estar en tu blog y tampoco quiero perderme nada. Un abrazo
Excelente cuento de terror, jejejee. Creo que son muchos los que no gustan de salir de sus rutinas por temor...no precisamente por miedo a que le pase algo tan increíble como al pobre Pedro, pero sí me parece que el atarse a lo usual sin permitirse alguna variación sustancial los hace sentirse más seguros, menos vulnerables. Miedo a la libertad, tal vez?
Te dejo un abrazo!
Miedo a la libertad, miedo al cambio. Si siempre lo hicimos así, ¿para que cambiar? Somos conformistas en tantas cosas... Gracias Neo. Un abrazo
Sin miedo a cambiar, sino por gusto, yo continuaré mi rutina de venir a leerte y deleitarme con cada uno de tus posts.
Existen rutinas que, verdaderamente, son placeres difíciles de renunciar.
Un saludo.
Soy una lectora silenciosa que hoy sale de la rutina y comenta.
Sólo diré que cada entrada que leo, confirma más mi pensamiento de que definitivamente, por acá hay tantas ganas como talento.
Saludos y buen inicio de semana.
me ha encantado tu relato, vaya tela que bien escribes.te mando un saludo!
www.letrasquehablan.blogspot.com
Marido de la portera, estoy de acuerdo contigo en eso que existen rutinas placenteras. Me alegra que regreses siempre. Gracias y saludos
Julieta, gracias por el piropo. Me alegra que hayas decidido abandonar la rutina del silencio. Buen inicio de semana para vos también.
Anónimo, visitaré tu blog para conocerte. Gracias por tu comentario.
no esta mal abandonar la rutina conocida y perderse un poco cada tanto.Y a veces tambien esta bueno que el cliente se consiga otro asesor.Por Pedro, y por el cliente.
;-)
Carina, totalmente de acuerdo. Ese asesor a mi no me parecería confiable. Saludos
Gracias por no censurarte :)
A mí me pasa como al pobre Pedro, que me voy fijando en todo el mundo vaya a donde vaya... claro que por suerte o por desgracia yo no me caí del mundo.
lalagoesfishing, es algo inevitable para encontrar una diversión dentro de la rutina, pero eso no debe alejarnos de la realidad. Gracias por tu visita.
Buen relato (a veces el tamaño no importa)... Compartimos las obseciones por los trenes y las infinitas posibilidades que un tren abre a la vida de los simples mortales...Subirse a un tren, metro y tranvía, es asumir que el destino puede cambiar en un instante....
En general, todos, de una manera u otra, nos aferramos a la rutina, tememos salir de ella... tal vez por miedo a peder el "equilibrio" que nosotros mismos hemos creado.
De vez en cuando... y de una forma voluntaria, no está nada mal salir de "ella" y ver que también hay vida fuera.
Un beso.
Druida, hay algunos cuentos que necesariamente requieren de más palabras para generar el clima. Adoro los microcuentos pero no es lo único que escribo. Coincido con tu comentario. Creo que en los subterráneos existe un submundo muy interesante y lleno de historias. Gracias!
Clara, estoy convencido que la vida comienza donde termina la comodidad. La rutina nos da seguridad, pero algunas veces, limita nuestros sueños. Un beso
y me olvide de felicitar al fotografo. Excelente imagen sr Pereira.
Carina, vi que visitaste el blog de Christian. Es un amigo que pone en sus fotos una gran pasión. Comparto las felicitaciones!
A mí me agrada más pensar que Pedro González, está atrapado en una horrible pesadilla del minuto diecisiete de su rutinario viaje hacia su lugar de destino. Tan solo a tres minutos de despertarse con el sonido caracteríastico de las puertas del vagón al abrirse en la estación correcta.
Lo digo porque a mí me ha solido pasar; y siempre he conseguido salir del sueño son una enorme sonrisa y cara de satisfacción (siempre bajo la espectación de algún pasajero que sonríe, mientras yo, alegre, me sonrojo).
besos.
Mara Mara, a todos nos pasó esto alguna vez, por eso me entristece un poco el final que tuvo el pobre Pedro. Gracias por tu comentario! Un beso
Éste no me gustó tanto
Ignatius, quizás porque es un poco más largo, o porque no te gusta viajar en subte. Saludos
Hitchcockiano.
Carlos, menuda comparación, que me halaga muchísimo. Muchas gracias!
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