Llegué a la estación del ferrocarril del pueblo mucho antes que lo previsto. Eran las dos de la mañana, y el tren llegaría recién a las seis. Sabía que no era un buen horario para andar solo por aquel lugar desconocido, pero en definitiva, no me habían quedado alternativas. Todos los bares del pueblo se encontraban cerrados desde hacía más de una hora, y sinceramente, no se me ocurría un lugar mejor para sufrir la espera. Tenía por delante cuatro horas muy largas, y eso me desesperaba.
Cabo Negro era un pueblo chico y aburrido, de esos que ni siquiera aparecen en los mapas. Me encontraba allí por culpa de un maldito contrato que había tenido que ir a negociar, sin éxito, con unos proveedores.
Busqué el asiento más cercano para descansar un rato. Dejé mi maletín a un costado, estiré las piernas y encendí el último cigarrillo que me quedaba. La llama azul de mi encendedor iluminó parcialmente y sólo por un instante la negrura inquebrantable que me rodeaba. El silencio de la noche, burlado únicamente por el sonido lejano de algún grillo, me hizo recordar que me encontraba en absoluta soledad. El soplido de una suave brisa que golpeaba mi cara atrevidamente, sin llegar a despeinarme, era la única señal de que el Mundo seguía moviéndose a mi alrededor.
Pensé desesperadamente en algo en qué poder matar el tiempo. En esas condiciones seguramente la larga noche que tenía por delante se haría interminable. Debo confesar que siempre odié la soledad, me hace sentir asfixiado, y me preocupa no tener a nadie a quién recurrir cuando esa sensación me invade. Por eso, cada vez que estoy solo, busco algo en qué entretenerme. Es la mejor forma de no tomar conciencia de ese sentimiento que tanto me hace sufrir.
Recordé que tenía unos viejos contratos en mi valija que necesitaban ser revisados, pero lamentablemente la oscuridad reinante me obligó a abandonar la idea de adelantar el trabajo.
De repente, sentí frío. Me cubrí un poco, cerrándome el botón superior del sobretodo gris, que por suerte había optado por ponerme a último momento, antes de salir de mi casa. Di una última pitada a mi cigarrillo antes de apagarlo y exhalé el humo con la cabeza hacia el cielo, mirando hacia el infinito, como esperando un extraño milagro que me sacara de allí en ese mismo instante.
Todo era silencio y oscuridad. Era como estar ciego y sordo al mismo tiempo, pero no por culpa de alguna falla en mis sentidos, sino que la realidad que me rodeaba no transmitía más que esa triste imagen monótona de absoluta quietud. Probablemente por ello, casi sin darme cuenta y sin planearlo, fuí quedándome profundamente dormido.
La bocina lejana de un tren me hizo despertar sobresaltado. Con los ojos entreabiertos pude ver aparecer entre la oscuridad, un enorme haz de luz recorriendo las vías a toda velocidad.
Encendí la luz de mi reloj pulsera para ver la hora, y me asombró saber que apenas eran las tres y cuarto de la mañana. Sin darme tiempo a reaccionar, el haz luminoso dio paso a un pequeño tren de colores, que se detuvo frente a mí.
Asomándose por una de las ventanillas del convoy, vi aparecer un amigable ratón blanco de orejas grandes y negras, mostrando una enorme sonrisa plástica y dibujada.
- Vení Pedrito – me dijo con su inconfundible voz finita – Vamos a dar un paseo.
Nadie había vuelto a llamarme Pedrito desde hacía tiempo. Escuchar ese nombre me hizo recordar a mi madre por unos instantes. Me quedé sentado, inmóvil y pensativo, mientras el ratón estiraba su mano de guantes blancos para invitarme a subir.
Aunque un poco desconfiado, me puse de pie y me acerqué con cautela. Al hacerlo, pude comprobar por las ventanas del tren, que ya había otros pasajeros ubicados en su interior, y eso me tranquilizó.
Sin preguntar el destino, tomé la mano de mi anfitrión y subí. Asomé mi cabeza al interior del vagón y me sorprendió ver que se encontraba repleto de niños de diversas edades, que me miraban con gestos de enorme alegría.
- ¡Hola Pedrito! – me saludaron en coro, aunque no me sorprendió ver que todos los viajeros sabían mi nombre.
Di unos pasos hacia adelante, avanzando por el angosto pasillo que separaba las dos ordenadas filas de asientos del interior del vagón, y descubrí, a medida de iba avanzando, que las caras de esos niños me resultaba familiar.
Allí estaba Juancito, mi mejor amigo del colegio, sonriéndome con su enorme boca y sus mejillas redondas. A su lado, Martín, el vecino de la casa de mi infancia, con quién solía jugar en las veredas treinta años atrás. Atrás de ellos estaban Luis y Néstor, los hermanos gemelos que integraban aquel querido equipo de fútbol del club de mi barrio, con quién habíamos salido campeón más de una vez. Uno de ellos, aunque no pude distinguir cual, hacía picar una pelota de cuero en el pasillo del vagón, como invitándome a jugar un partido más.
Era como si el tiempo no hubiera pasado. Continuaban siendo niños, tal como yo los recordaba, a pesar de que no los veía hacía más de tres décadas.
Me acerqué para abrazar a cada uno de ellos, y a los demás amigos que fui descubriendo en los distintos asientos. Gritamos, cantamos, jugamos y nos divertimos por un lapso de tiempo que no podría precisar, pero recuerdo que fue breve.
Me despedí agitando mi mano derecha desde la puerta del vagón, que el ratón abrió para mí. Le agradecí el paseo, aunque en realidad no recuerdo si existió algún recorrido. Dando un salto corto, descendí al andén y el tren desapareció detrás de mí como por arte de magia.
La luz de unos suaves rayos de sol comenzaba a asomarse tímidamente, descubriendo la cortina negra que cubría el cielo. La estación iluminada se veía extraña. Agarré mi maletín, que aún se encontraba al costado del asiento más cercano a la entrada, y salí caminando de la estación en dirección a mi casa. Me detuve en un quiosco a comprar una golosina y un paquete de figuritas. Tenía que apurarme. Seguramente mi madre ya debía estar esperándome con la merienda.