La primera sensación fue una pesada angustia evidenciada por las lágrimas frías que rodaron por sus mejillas. Sintió que sus pulmones se cerraban para impedir el acceso del aire viciado de su dormitorio y un fuerte dolor en el pecho le hizo creer que el final de su corta vida se había anticipado. Era como si un largo cuchillo lo atravesara de lado a lado por su espalda, una y otra vez, hasta desangrarlo. El padecimiento siguió en el estómago, en el temblequeo de sus extremidades, en el sudor que brotaba sin censura por cada uno de sus poros y en la mirada nublada, como cuando olvida ponerse los anteojos. El corazón agitado sacudió sus costillas con la misma potencia que la trompada de un boxeador, como si amenazara con detenerse intempestivamente y para siempre. Cuando el dolor se hizo irresistible, no pudo evitar los mareos, las náuseas y la desesperación, que duraron hasta que logró quedarse profundamente dormido sobre la almohada completamente empapada. Aún en sus manos, reposando a su lado, la carta de la mujer amada finalizaba con un cruel y agudo pedido: por favor Mauricio, no me llamés más.
Como que es pedir mucho ¿no?
ResponderEliminarEn este caso parece que fue así...
ResponderEliminarY además, la sintomatología anuncia un padecimiento de esos para los que la medicina no ha encontrado cura.
ResponderEliminarEs que por suerte y desgracia (depende el caso) no existe ni creo que exista nunca una cura para el amor.
ResponderEliminarBuen retrato del amor perdido.
ResponderEliminarCarlos, para el que seguramente no habrá cura. Saludos
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