Ana tenía una sonrisa inevitable. Sin importar el lugar ni las circunstancias, ella no podía evitar que una larga línea curva se dibujara en su rostro blanco, desde que se despertaba hasta que decidía irse a dormir. Solo durante las noches, mientras permanecía encerrada en su cuarto, se creía que su cara se volvía falsamente seria, pero quienes alguna vez la vieron, dicen que aún allí mantenía una mueca en el rostro, muy similar a su risita diurna.
No existía hombre en el Mundo que pudiera evitar mirarla. Bastaba con que Ana se cruzara con cualquiera de ellos, para que aquel ser humano, conocido o extraño, joven o anciano, quedara absorto frente a la muchacha. La sola sonrisa de Anita era como un imán para todas las miradas que estuvieran cerca. Un golpe de vista dirigido a ella era suficiente para ser seducido por una fresca y efímera sensación de repentina felicidad. Era una chica atractiva por cierto, pero no era eso lo que llamaba la atención de los pueblerinos, sino su amplia y continua sonrisa, portadora de un efecto magnético y extraño, similar al dulce canto de las sirenas de los cuentos.
Nunca se supo bien el origen de esa sonrisa inevitable y tampoco nadie se animó a preguntarle. Hubo quienes dijeron que se trataba de un regalo divino, como contraprestación a la vida sufrida que habían llevado sus padres. Algunos otros sospecharon que no podía ser otra cosa que una especie de pacto con el Diablo, por el cual Ana habría vendido su alma a cambio de una eterna felicidad. Opiniones científicas, en cambio, llegaron a decir que se trataba simplemente de una deformación genética con suerte. Los descreídos de siempre, solo para llevar la contra, aseguraban que Ana en realidad era una niña triste, que forzaba el rictus durante día y noche, con el único objetivo de parecer simpática.
Creyéndose destinatarios exclusivos de su sonrisa, muchos hombres intentaron acercarse a Ana, pero sin éxito. Jorge, el vecino de la casa de al lado, buscaba cualquier excusa para tocar el timbre en la morada de Anita e intentar mirar por encima del hombro de quien abriera la puerta, para ver si lograba verla en el interior. Omar, el cartero del pueblo, llegó a escribir falsas cartas dirigidas a la joven, para poder concurrir diariamente a entregarle alguna misiva. Pedro, el florista de la esquina, tuvo la atrevida idea de regalarle un ramo de rosas blancas cada vez que Anita pasaba caminando por delante de su puesto de venta. Ella solo tomaba el paquete y agradecía, pero nunca le dio una oportunidad.
Todos ellos se cansaron de esperar una señal de parte de la joven, que siempre encontraba una forma elegante de rechazar cualquier invitación. A pesar de su extraña belleza y del rápido paso del tiempo, Ana cumplió veintiocho años sin conocer hombre alguno, aunque candidatos tenía de sobra.
En la primavera de ese año, el joven Gabino llegó al pueblo, sin conocerse bien desde donde provenía. Era un hombre introvertido, bajito, de aspecto sencillo y un raro peinado antiguo, con raya al costado engominada. Vestía de manera formal, aunque desprolija, con zapatos marrones sin lustrar y camisas de colores tristes. Por sus gestos serios y respuestas cortas, se notaba que el recién llegado prefería la soledad. Pasaba el día entero trabajando de manera artesanal en la modesta tienda de venta de chocolates que él mismo instaló, dos semanas después de su arribo, sobre la calle principal del pueblo. No se le conocía otro domicilio, así que el pueblo entero imaginó, sin poder confirmarlo nunca, que el joven vivía allí mismo, en un cuarto improvisado en el fondo del local.
Ana conoció a Gabino en la chocolatería. Ella iba camino a la feria del pueblo cuando detuvo su paso frente a la vidriera del negocio, tentada de comprar unos extraños bombones exhibidos dentro de una gran caja roja aterciopelada en forma de estrella, adornada con un moño perlado sobre la tapa, de la que colgaba una pequeña etiqueta con la inicial de la muchacha.
Anita, siempre sonriente, entró al local saludando al vendedor, que se encontraba de espaldas a la puerta y respondió al saludo sin darse vuelta. El dulce perfume del cacao flotando en el aire y la oscura decoración del pequeño ambiente, solo iluminado por algunas velas rojas y negras, daban a la tienda una mágica apariencia.
Señalando la hermosa caja de la vidriera, Anita pidió los bombones sin preguntar el precio. Inmutable ante la seductora sonrisa de la cliente, Gabino tomó la caja, cerró el envoltorio y la colocó en las manos de Ana.
- Sírvase – le dijo el vendedor secamente – Es una gentileza de la casa.
Ana tomó el paquete, agradeció el regalo extendiendo aún más su sonrisa de Monalisa, y dejó la chocolatería a paso lento, asombrada por el extraño episodio. Le sorprendió que el generoso hombre ni siquiera hubiera prestado atención a su famosa mueca ni hubiera quedado atontado frente a su rostro radiante, como solía ocurrirle a los demás hombres del pueblo.
Sola en su casa, Ana abrió la enorme caja y degustó los bombones a su antojo. Sintió un sabor especial, único, exquisito, incomparable a cualquier otro probado hasta el momento. Los devoró hasta hartarse y fue a recostarse a causa de una impensada somnolencia.
A la mañana siguiente, la chocolatería de Gabino amaneció cerrada y así la encontró Ana cuando llegó desesperada a golpear la puerta del local sin su sonrisa habitual. No encontró rastro alguno del mago ni de los chocolates que habían roto el hechizo. Gabino había logrado cumplir con el servicio encargado por un grupo de celosas damas del pueblo que no toleraban que sus hombres vivieran embobados por la risita de Anita. La joven desesperada regresó a su casa de manera casi imperceptible, corriendo entre la multitud del pueblo que ya ni la reconoció. Se quedó allí para siempre, con una triste mueca marcada en el rostro hasta el día que murió, sola y solterona, en su oscura habitación.
No existía hombre en el Mundo que pudiera evitar mirarla. Bastaba con que Ana se cruzara con cualquiera de ellos, para que aquel ser humano, conocido o extraño, joven o anciano, quedara absorto frente a la muchacha. La sola sonrisa de Anita era como un imán para todas las miradas que estuvieran cerca. Un golpe de vista dirigido a ella era suficiente para ser seducido por una fresca y efímera sensación de repentina felicidad. Era una chica atractiva por cierto, pero no era eso lo que llamaba la atención de los pueblerinos, sino su amplia y continua sonrisa, portadora de un efecto magnético y extraño, similar al dulce canto de las sirenas de los cuentos.
Nunca se supo bien el origen de esa sonrisa inevitable y tampoco nadie se animó a preguntarle. Hubo quienes dijeron que se trataba de un regalo divino, como contraprestación a la vida sufrida que habían llevado sus padres. Algunos otros sospecharon que no podía ser otra cosa que una especie de pacto con el Diablo, por el cual Ana habría vendido su alma a cambio de una eterna felicidad. Opiniones científicas, en cambio, llegaron a decir que se trataba simplemente de una deformación genética con suerte. Los descreídos de siempre, solo para llevar la contra, aseguraban que Ana en realidad era una niña triste, que forzaba el rictus durante día y noche, con el único objetivo de parecer simpática.
Creyéndose destinatarios exclusivos de su sonrisa, muchos hombres intentaron acercarse a Ana, pero sin éxito. Jorge, el vecino de la casa de al lado, buscaba cualquier excusa para tocar el timbre en la morada de Anita e intentar mirar por encima del hombro de quien abriera la puerta, para ver si lograba verla en el interior. Omar, el cartero del pueblo, llegó a escribir falsas cartas dirigidas a la joven, para poder concurrir diariamente a entregarle alguna misiva. Pedro, el florista de la esquina, tuvo la atrevida idea de regalarle un ramo de rosas blancas cada vez que Anita pasaba caminando por delante de su puesto de venta. Ella solo tomaba el paquete y agradecía, pero nunca le dio una oportunidad.
Todos ellos se cansaron de esperar una señal de parte de la joven, que siempre encontraba una forma elegante de rechazar cualquier invitación. A pesar de su extraña belleza y del rápido paso del tiempo, Ana cumplió veintiocho años sin conocer hombre alguno, aunque candidatos tenía de sobra.
En la primavera de ese año, el joven Gabino llegó al pueblo, sin conocerse bien desde donde provenía. Era un hombre introvertido, bajito, de aspecto sencillo y un raro peinado antiguo, con raya al costado engominada. Vestía de manera formal, aunque desprolija, con zapatos marrones sin lustrar y camisas de colores tristes. Por sus gestos serios y respuestas cortas, se notaba que el recién llegado prefería la soledad. Pasaba el día entero trabajando de manera artesanal en la modesta tienda de venta de chocolates que él mismo instaló, dos semanas después de su arribo, sobre la calle principal del pueblo. No se le conocía otro domicilio, así que el pueblo entero imaginó, sin poder confirmarlo nunca, que el joven vivía allí mismo, en un cuarto improvisado en el fondo del local.
Ana conoció a Gabino en la chocolatería. Ella iba camino a la feria del pueblo cuando detuvo su paso frente a la vidriera del negocio, tentada de comprar unos extraños bombones exhibidos dentro de una gran caja roja aterciopelada en forma de estrella, adornada con un moño perlado sobre la tapa, de la que colgaba una pequeña etiqueta con la inicial de la muchacha.
Anita, siempre sonriente, entró al local saludando al vendedor, que se encontraba de espaldas a la puerta y respondió al saludo sin darse vuelta. El dulce perfume del cacao flotando en el aire y la oscura decoración del pequeño ambiente, solo iluminado por algunas velas rojas y negras, daban a la tienda una mágica apariencia.
Señalando la hermosa caja de la vidriera, Anita pidió los bombones sin preguntar el precio. Inmutable ante la seductora sonrisa de la cliente, Gabino tomó la caja, cerró el envoltorio y la colocó en las manos de Ana.
- Sírvase – le dijo el vendedor secamente – Es una gentileza de la casa.
Ana tomó el paquete, agradeció el regalo extendiendo aún más su sonrisa de Monalisa, y dejó la chocolatería a paso lento, asombrada por el extraño episodio. Le sorprendió que el generoso hombre ni siquiera hubiera prestado atención a su famosa mueca ni hubiera quedado atontado frente a su rostro radiante, como solía ocurrirle a los demás hombres del pueblo.
Sola en su casa, Ana abrió la enorme caja y degustó los bombones a su antojo. Sintió un sabor especial, único, exquisito, incomparable a cualquier otro probado hasta el momento. Los devoró hasta hartarse y fue a recostarse a causa de una impensada somnolencia.
A la mañana siguiente, la chocolatería de Gabino amaneció cerrada y así la encontró Ana cuando llegó desesperada a golpear la puerta del local sin su sonrisa habitual. No encontró rastro alguno del mago ni de los chocolates que habían roto el hechizo. Gabino había logrado cumplir con el servicio encargado por un grupo de celosas damas del pueblo que no toleraban que sus hombres vivieran embobados por la risita de Anita. La joven desesperada regresó a su casa de manera casi imperceptible, corriendo entre la multitud del pueblo que ya ni la reconoció. Se quedó allí para siempre, con una triste mueca marcada en el rostro hasta el día que murió, sola y solterona, en su oscura habitación.
La foto "Simpatía" es propiedad de Christian Pereira y se publica con autorización del autor únicamente para su exhibición en este blog.
Siempre hay energias oscuras, densas, que no soportan ni la belleza, ni la gracia. Es un final muy Real!
ResponderEliminarPobre Ana! La envidiaban solamente porque sonreía? Si ni siquiera le prestaba atención a todos los galanes del pueblo ...
ResponderEliminarCrei que Gabino había llegado para conquistarla finalmente, y no, llegó para llevarse definitivamente su sonrisa, que triste.
un abrazo
Me siento realmente identificada con el texto.
ResponderEliminarSalvando las distancias, toda mi vida me han hecho notar cuanto molestaba mi sonrisa, risa, risita, sonrisa que se me sale por los ojos aunq no quiera o trate de contenerla -se te tuerce la boca, diria mi papá- o mi estado de "permanente simpatia", incluso me han hecho la vida imposible en algun colegio... echándome de las aulas (literal) sin otro justificativo mas que por "reirme" demasiado.
Por la razon antedicha, tambien he tenido q escuchar a muchisimas personas calificarme de "poco seria" o "descerebrada", vaticinando mediante no se bien que tarotista de turno, que vivia en una nube de pedos... increible.
La envidia todo lo puede. La gente no soporta ver a otra gente feliz. Ante esta situacion, aconsejo sonreir mucho mas que nunca, aconsejo que no nos dejemos "matar".
Un beso, y una sonrisa, Martin =)
Martín, por partes.
ResponderEliminar1) El cuento me fascinó.
2) Me tuvo en vilo...mal...
3) Yo hubiera contratado al mago Gabino también...lo siento mucho por Ana...
Te felicito, me encantó.
BESOS DE LIVING.
Carina, la envidia y los celos existen en todos lados. Saludos
ResponderEliminarAny, lamento desilusionarte con el final del cuento. No era una simple sonrisa... Saludos
andreita, que feo sufrir por sonreir. Apoyo tu idea de combatir las malas ondas con mas sonrisas. Un beso
Sil, agradezco tu sinceridad en cuanto a la contratación de Gabino. Gracias por los elogios. Me alegro que lo hayas disfrutado. Un beso.
El portar un sonrisa "inevitable "es algo muy valioso!..eso hace mejor la convivencia, levanta el ánimo, hace más cálidas las mañanas, más soportables las esperas, más entendibles las quejas, más alegres losfestejos, más entretenidas las colas en los bancos, más sugerentes las primeras citas...en resumen...una sonrisa "inevitable" es un bien de la humanidad! jejeje
ResponderEliminarMe encantó el texto!
Vaya, me has mantenido en vilo con tu relato, tengo que reconocer que no esperaba ese final. Me ha gustado mucho, de verdad. Tu forma de escribir atrapa. Un abrazo!
ResponderEliminarPobre Ana... Claro que quizás estaba tan segura de ser especial que perdió la oportunidad de ser un poquito como los demás.
ResponderEliminarQué penica me ha dao, copón.
ResponderEliminarSaludos, Martín, ques la primera vez que firmo por aquí.
MARTIN.
ResponderEliminarNECESITO TU VOTO EN MI POST (te animás a votar) CUANDO PUEDAS, SIN APURO, GRACIAS MIL !!!
BESOS
NUevamente tu estilo atrapa y los giros de las historias soprenden al lector. Tus trabajos no solo no defraudan, sino que superan las expectativas del lector.
ResponderEliminarEste seguro va para la prox publicación en papel
Sublime !
Neogeminis, estoy de acuerdo con vos. Este texto está inspirado en todas esas sonrisas. Saludos
ResponderEliminarAndrea, me gustan los finales inesperados! Ya lo habras notado. Gracias por tu comentario. Un abrazo
lalagoesfishing, muy buena tu opinión acerca de ser diferente. Creo que tenés razón.
Brotestertor, bienvenido a los comentarios amigo. La historia es triste, debo reconocerlo. Gracias por tu visita y por animarte a comentar. Un abrazo
Sil, en cuanto pueda me doy una vuelta. Besos
Christian, gracias por tu comentario y por prestar tu foto para acompañar este humilde texto. Un abrazo
Si me pongo a analizar el contenido del cuento y a opinar sobre la envidia y la bla bla ...arruino la magia exquisita de tu escritura, al fin y al cabo el poeta escribe lo que quiere y el que lo lee entiende lo que quiere. Yo entendí que el cuento esta buenísimoooo!!!!! Y van...
ResponderEliminarCarolina, muchas gracias por tu comentario. Me alegra que lo hayas disfrutado. Saludos
ResponderEliminarVaya giro... qué maestría!
ResponderEliminarYo siempre he "envidiado" (pero en el mejor de los sentidos) aquellas personas que siempre están de buen humor aunque en ocasiones no tengan motivos para estarlo.
La envidia... todo lo fastidia.
Un beso,
Clara, por eso mi abuela siempre recomiendo llevar una cinta roja contra la envida, asi podemos ir bien sonrientes. Un beso
ResponderEliminarohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh...nunca me hubiera esperado ese final, pero relamente e sun cuento precioso!!!!!origina y precioso.....
ResponderEliminarunbesito..
Juls, me alegra que te haya gustado. Gracias por tu comentario. Un beso
ResponderEliminarMartín, gracias cariño por estar ahí, gracias por la despedida y la bienvenida.
ResponderEliminarYa estoy de vuelta y ando poniéndome al tanto de todo.
Te dejo un fuerte abrazo, espero esté muy bien.
Me gustó mucho el post, me imaginé cada detalle de Ana y la magia que le das a todo el relato para llevarnos hasta el final.
Cuidate mucho.
Natalia, bienvenia nuevamente al living. Que disfrutes tu estadía. Saludos
ResponderEliminarme gustó pasarme por tu blog y este texto en particular. No esperaba el final pero me recuerda que la chica no apreció a quienes daban todo por ella y en cambió botó la sonrisa por el único que no le hizo caso, hay mujeres asi, eh...
ResponderEliminarMelanie, bienvenida al living! Me alegra que hayas elegido este cuento para hacer notar tu presencia. Gracias por tu visita! Saludos
ResponderEliminarÉste me recuerda a los cuentos de Dolina.
ResponderEliminarIgnatius, tuve mi etapa de gran lector de Dolina, y debo reconocer que quizás en la época que escribí este cuento, puedo haber tenido cierta influencia. Si así fue, lo tomo como un halago. Gracias por tu opinión! Un abrazo
ResponderEliminarLástima que al final tomas la decisión como autor de permitir que ganasen las fuerzas del mal.
ResponderEliminarA mi ver ,se te fué al precipicio la historia justo al concluír,ibas maravilloso al haberla convertido en una chocoladícta,de ahí podías darle un giro magistral para cerrar,pero a todos nos puede pasar,hasta el mejor torero tiene una mala tarde.
Carlos, no fue una mala tarde, simplemente estoy harto de que siempre ganen los buenos. Un abrazo
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