Una mosca regordeta se posó sobre mi plato repleto de fideos. Sin perderla de vista, tomé la servilleta que tenía sobre mis rodillas y me preparé para sacudir un golpe mortal. Pero el bicho me miró con dos ojazos tristes, como pidiendo clemencia, y el sentimiento de culpa me detuvo. Además, pensé que si la aplastaba contra el plato me daría tanto asco que ya no podría seguir comiendo.
Entonces opté por negociar. Tomé el fideo más largo y lo extendí sobre la mesa. Le hice señas con mi dedo índice para invitarla a saborearlo. Pero ella siguió sobre el plato, insaciable, bebiendo la salsa de tomate con rebeldía.
Cuando decidí espantarla, ya era demasiado tarde. El ambiente comenzó a llenarse de moscardones hambrientos que llegaban volando de todas partes. Ni siquiera hice a tiempo de retirar el fideo solitario del mantel, ni mi mano con el tenedor, ni mi brazo izquierdo, ni a mí mismo.